viernes, 21 de agosto de 2009

Despertar


Me desperté aquella mañana muy temprano, a pesar de que me dormí bien entrada la noche, pero es que siempre fui de esas personas que extrañan su propia cama y aquella había sido la primera noche que pasaba en esa que a partir de entonces, y por un tiempo prolongado, iba a ser mi nueva cama.

Como dije, la noche anterior me había quedado dormido bastante tarde. La incomodidad de la nueva cama y el pensamiento en el que me introduje y que una y otra vez volvía a mi mente, no me permitieron descansar bien. Lo ocurrido ese día era un martillo que golpeaba una y otra vez mi cabeza. Me aturdía, me desquiciaba, pero sobre todo me apenaba.


Cuando, al final de aquella mala noche, me desperté, no recordaba nada. Aún tardé un rato en ser consciente de dónde me encontraba. Con los ojos todavía cerrados, ya que no era capaz de abrirlos (siempre me costó un tiempo pasar del profundo sueño a la persona "pensante") oía voces y ruidos que venían del exterior. Cuando al fin conseguí abrir los ojos por un momento, miré alrededor. Había poca luz. La pequeña ventana que daba a la "habitación" apenas dejaba pasar ente sus barras unos rayos de luz. Aún así eran suficientes para poder iluminarlo todo bastante como para reconocerlo.

Volví la cara a mi derecha y las barras de la puerta me devolvió bruscamente a la realidad. A mi realidad. Esas barras en la puerta me hicieron recordar en milésimas de segundo toda la desesperanza y angustia pasada el día anterior. Apenas unas horas antes. Y de pronto recordé dónde me encontraba: en la cárcel. Y sentí vergüenza.



Los recuerdos del día anterior se agolparon en mi cabeza y constaté que no había sido un sueño. Todo comenzó cuando ella llegó a casa después del trabajo. yo ya había llegado hacía una hora y me senté en el sofá a esperarla para la cena mientras observaba la televisión, como siempre hacía.

No había tenido un buen día en el trabajo, pero estaba ya más calmado después de tomar una buena ducha con agua caliente. Aún así, cuando oí sus llaves deslizarse por la cerradura no pude más que molestarme. ¿Tenía que hacer tanto ruido al entrar?. Pero mucho más me molestó cuando dio un golpe con la puerta al cerrar. Venía del supermercado y no pudo dejar las bolsas en el suelo, así que la cerró con un ligero golpe con el pie, algo habitual en ella y que a mi no dejaba de molestarme. Pero aquella vez se había pasado, la había dado más fuerte de lo normal y no pude callarme. Se lo reproché.

Ahora reconozco que que le grité, pero en aquel momento la ira me cegó y cuando ella ella me recriminó que no le gritara, yo, gritando aún más, le contesté que no le había gritado. Como pasaba bastante a menudo desde hacía mucho tiempo, aquello derivó en una discusión bastante estruendosa. Y, como casi siempre (a veces ella conseguía salir de casa antes), la conversación terminaba cuando yo imponía mi autoridad con un fuerte golpe sobre su cara.

Normalmente ella comenzaba a llorar después de aquello y yo le pedía perdón y todo volvía a la normalidad, aunque ella seguía llorando un rato mientras me preparaba la cena. Pero, ¿qué podía hacer?. Tenía que dejar claro que allí mandaba yo.

Pero esa vez no se pudo conformar y sin llorar (cosa que me impresionó bastante y hasta me asustó) se volvió hacia mí y me gritó que no la volviera a pegar.

Eso me enfureció bastante. No estaba acostumbrado a que aquella mujer delgadita y debilucha respondiera ante mi muestra de autoridad. De pronto sentí cómo los ojos se me abrían mucho y cómo mis puños se cerraban y apretaban más que nunca. Y cómo un nerviosismo y un inmenso calor me recorrían el cuerpo de arriba a abajo. Cogí el cenicero de la mesita colocada delante del televisor y la golpeé en la cabeza.

No quise matarla, solo quería que entendiera que era yo el que ponía las normas, pero ella cayó al suelo del salón mientras la sangre tapaba lentamente su cara. Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. De pronto tuve miedo y el que lloré fui yo. Pensé en escapar. Nadie sabía dónde estaría. Desaparecería. Me tragaría la tierra. Pero la volví a mirar y de pronto fui consciente de lo que había hecho. Sentí que un sentimiento de culpa recorría todo mi cuerpo. Y pensé que no podría vivir con aquella culpa.

Mi siguiente pensamiento fue el suicidio, pero eso no arreglaría nada. Además, siempre creí que eso era cosa de cobardes y yo nunca sería capaz de terminar con mi vida de aquella manera.

Así que opté por lo que consideré lo más razonable: entregarme yo mismo a la policía. Sabía que yo había hecho algo malo y pensé que debía pagar por eso. Cogí mi coche y me acerqué a la comisaría de policía más próxima. Entré y le dije al agente de la puerta que había matado a mi mujer. De esta manera es como terminé en prisión.

Ahora tengo un sentimiento confuso. No es que la eche de menos, ya que casi no recuerdo su cara. Lo que más me hace sentir esta culpa es que al final la perdí, la saqué de mi vida (cosa que siempre temí) y sin haberme despedido de ella.

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